miércoles, 4 de agosto de 2010

Agua

Las significaciones simbólicas del agua pueden reducirse a tres temas dominantes: fuente de vida, medio de purificación y centro de regeneración. Estos tres temas se hallan en las tradiciones más antiguas y forman las combinaciones imaginarias más variadas, al mismo tiempo que las más coherentes. Las aguas, masa indiferenciada, representan la infinidad de lo posible, contienen todo lo virtual, lo informal, el germen de los gérmenes, todas las promesas de desarrollo, pero también todas las amenazas de reabsorción. Sumergirse en las aguas para salir de nuevo sin disolverse en ellas totalmente, salvo por una muerte simbólica, es retornar a las fuentes, recurrir a un inmenso depósito - potencial y extraer de allí una fuerza nueva fase pasajera de regresión y desintegración que condiciona una fase progresiva de reintegración y regeneración.

El Rig Veda exalta las aguas que aportan vida, fuerza y pureza, tanto en el plano espiritual como en el plano corporal.

¡Vosotras, las Aguas, que reconfortáis, traednos la fuerza, la grandeza, la alegría, la visión!

Soberanas de las maravillas, regentes de los pueblos, ¡las Aguas!, yo les pido remedio.

¡Vosotras las Aguas, dad su plenitud al remedio, que sea como coraza para mi cuerpo , que así vea yo por mucho tiempo al Sol!

Vosotras las Aguas, llevaos esto, ese pecado cualquiera que sea, por mí cometido, ese entuerto que perpetré contra quien fuere, ese juramento falaz por mí prestado (VEDV, 137).

Las variaciones de las diferentes culturas de estos temas esenciales nos ayudarán a comprender mejor ya profundizar, sobre un todo casi idéntico, las dimensiones y los matices de esta simbólica del agua.

En Asia los aspectos del simbolismo del mismo son muy diversos. El agua es la forma sustancial de la manifestación, el origen de la vida y el elemento de la regeneración corporal y espiritual, el símbolo de la fertilidad, pureza, la sabiduría, la gracia y la virtud.

Es fluida y tiende a la disolución; pero también es homogénea y tiende a la cohesión, a coagulación. Como tal, podría corresponder a sattva, pero como se derrama hacia abajo. Hacia el abismo, su tendencia es tamas, como se extiende en la horizontal, su tendencia es también rajas.

El agua es la materia prima, la Prakriti: “todo era agua”, dicen los textos hindúes; “las vastas aguas no tenían orillas...”, dice un texto taoísta. Brahmánda, el Huevo del mundo se incuba en la superficie de las aguas. Del mismo modo, el Soplo o Espíritu de Dios se incuba según el Génesis en la superficie de las aguas. El agua es Wu-ki, dicen los chinos, lo “sin cumbre”, el caos, la indistinción primera. Las aguas representan la totalidad de las posibilidades de manifestación y por ello se dividen en aguas superiores, que corresponden a las posibilidades informales, y en aguas inferiores, que corresponden a las posibilidades formales, dualidad que el Libro de Enoch traduce en términos de oposición sexual, y que la iconografía representa a menudo por la doble espiral.

Las aguas inferiores se dice que están encerradas en un templo de Lhasa, dedicado al rey de los nága; las posibilidades informales se representan en la India por las Apsara (de Ap, agua). La noción de aguas primordiales, de océano de los orígenes es cuasi universal. Se la encuentra hasta en la Polinesia, y la mayor parte de los pueblos austroasiáticos localizan en el agua el poder cósmico. Se le añade frecuentemente el mito del animal que se zambulle como el jabalí hindú que trae un poco de tierra a la superficie, embrión alumbrado por la manifestación formal.

Origen y vehículo de toda vida: la savia es agua y, en ciertas alegorías tántricas, el agua representa a prana, el soplo vital. En el plano corporal y porque es también don del cielo, es un símbolo universal de fecundidad y de fertilidad. El agua del cielo hace el paddy, dicen los montañeses de Vietnam del Sur, muy sensibles por otra parte a la función regeneradora del agua, que es para ellos medicamento y elixir de inmortalidad.

No menos generalmente, el agua es el instrumento de la purificación ritual; del islam al Japón, pasando por los ritos de los antiguos fu-chuei taoístas (señores del agua consagrada), sin olvidar la aspersión de agua bendita de los cristianos, la ablución desempeña un papel esencial. En la India y en el sureste asiático, la ablución de las estatuas santas -y de los fieles- (particularmente en el año nuevo) es a la vez purificación y regeneración. “La naturaleza del agua la conduce a la pureza”, escribe Wen-tse. Ella es, enseña Lao-tse, “el emblema de la suprema virtud” Tao, cap. 8). Es también el símbolo de la sabiduría taoísta, pues no tiene oposiciones; está libre y sin ataduras, se deja correr siguiendo la pendiente del terreno. Es la medida, pues el vino demasiado fuerte debe mezclarse con agua; ese vino es el del conocimiento.

El agua, opuesta al fuego, es yin. Corresponde al norte, al frío, al solsticio de invierno, a los riñones, al color negro, al trigrama k 'an que es el abisal. Pero de otra manera el agua está ligada al rayo, que es fuego. Así pues, si “la reducción al Agua” de los alquimistas chinos puede perfectamente considerarse como un retorno a la primordialidad, al estado embrionario, se dice también que este agua es fuego, y que las abluciones herméticas deben entenderse como purificaciones por el fuego. En la alquimia interna de los chinos, el baño y el lavado podrían perfectamente ser también operaciones de naturaleza ígnea. El mercurio al químico, que es agua, es calificado a veces de “agua ígnea”.

Señalemos también que el agua ritual de las iniciaciones tibetanas es el símbolo de los votos, de los compromisos adquiridos por el postulante.

Para volver en fin al solo encanto de las apariencias, citemos la hermosa fórmula de Víctor Segalen: “Mi amante tiene las virtudes del agua: clara sonrisa, gestos fluentes, voz pura y que canta gota a gota” (Steles)

En forma de símbolos se expresa también una plegaria védica a las aguas, plegaria que concierne ciertamente a todos los niveles de existencia, físico y mental, que las aguas pueden vivificar:

Oh ricas Aguas,

ya que reináis sobre la opulencia,

y que conserváis el propicio querer y la inmortalidad

y que sois las soberanas de la riqueza

que se acompaña de una buena posteridad,

dígnate, Sarasvati, dotar de este joven vigor

al que canta.

(Asvalayana Strantasutra 4,13; VEDV, 270.)

En las tradiciones judías y cristianas el agua simboliza ante todo el origen de la creación. El men (M) hebreo simboliza el agua sensible: es madre y matriz. Fuente de todas las cosas, manifiesta lo transcendente y por ello debe considerarse como una hierofanía.

De todos modos el agua, como por otra parte todos los símbolos, puede considerarse en dos planos rigurosamente opuestos, pero de ningún modo irreductibles, y semejante ambivalencia se sitúa a todos los niveles. El agua es fuente de vida y fuente de muerte, creadora y destructora.

En la Biblia los pozos del desierto y los manantiales que se ofrecen a los nómadas son otros tantos lugares de alegría y de asombro. Cerca de los manantiales y los pozos tienen lugar los encuentros esenciales; como lugares sagrados, los puntos de agua desempeñan un papel incomparable. Cerca de ellos nace el amor y se preparan los matrimonios. La marcha de los hebreos y el caminar de cada hombre durante su peregrinaje terrenal están íntimamente ligados al contacto exterior o interior con el agua; ésta resulta un centro de paz y de luz.

Palestina es una tierra de torrentes y manantiales, Jerusalén está regada por las aguas pacíficas de Siloé. Los ríos son agentes de fertilización de origen divino; las lluvias y el rocío aportan su fecundidad y manifiestan la benevolencia de Dios. Sin el agua el nómada sería inmediatamente condenado a muerte y quemado por el sol palestino; así el agua que encuentra en su camino es comparable al maná: apagando su sed, lo alimenta. Por esta razón se pide el agua en la oración; es objeto de súplica. “Oiga Dios el grito de su servidor, envíe los aguaceros y ayude a encontrar los pozos y los manantiales”. La hospitalidad exige que se ofrezca agua fresca al visitante y que se le laven los pies, a fin de asegurar la paz de su descanso. Todo el Antiguo Testamento celebra la magnificencia del agua. El Nuevo Testamento recibirá esta herencia y sabrá utilizarla.

Yahvéh se compara a una lluvia de primavera (Os 6,3), al rocío que hace crecer las flores (ibid., 14,6), a las aguas frescas que corren desde las montañas, al torrente que abreva. El justo es semejante al árbol plantado a los bordes de las aguas que corren (Núm 24,6); el agua aparece pues como un signo de bendición. Pero conviene reconocer en ello justamente el origen divino. Así, según Jeremías (2,13), el pueblo de Israel en su infidelidad, despreciando a Yahvéh, olvidando sus promesas y dejándolo de considerar como la fuente de agua viva, quiere excavar sus propias cisternas; éstas se agrietan y no conservan el agua. Jeremías, censurando la actitud del pueblo frente a su Dios, fuente de agua viva, se lamenta diciendo: “Harán de su país un desierto” (18,16). Las alianzas extranjeras se comparan a las aguas del Nilo y del Éufrates (11,18). El alma busca a su Dios como el ciervo sediento busca la presencia del agua viva (Sal 42,2-3). El alma aparece así como una tierra seca y sedienta orientada hacia el agua; espera la manifestación de Dios, tal como la tierra reseca desea poder ser empapada por las lluvias (Dt 32,2).

El agua es dada por Yahvéh a la tierra, pero hay otra agua más misteriosa: ésta pone de manifiesto la Sabiduría, que ha presidido la formación de las aguas en la creación (Job 28,25-26; Prov 3,20; 8,22.24. 28-29; Ec1 1,2-4). En el corazón del sabio reside el agua; él es semejante a un pozo y a una fuente (Prov 20,5; Ec1 21,13), Y sus palabras tienen la fuerza del torrente (Prov 18,4). En cuanto al hombre privado de sabiduría, su corazón es comparable a un vaso roto que deja escapar el conocimiento (Ec1 21,14). Ben Sira compara la Thora (la Ley) a la Sabiduría, pues la Thora derrama un agua de Sabiduría. Los padres de la Iglesia consideran al Espíritu Santo como el autor del don de sabiduría que él vierte en los corazones sedientos. Los teólogos de la edad media representan este tema dándole un sentido idéntico. Así para Hugo de San Víctor la Sabiduría posee sus aguas y el alma es lavada por las aguas de la Sabiduría.

Es del todo natural que los orientales hayan visto el agua en primer lugar como signo y símbolo de bendición: ¿No es ella la que permite la vida? Cuando Isaías profetiza una era nueva, dice: “Surgirá agua en el desierto ... el país de la sed se transformará en manantiales” (ls 35,6-7). El vidente del Apocalipsis no habla de otro modo: “El cordero... los conducirá a las fuentes de las aguas de la vida” (Ap 7,17).

El agua se convierte en el símbolo de la vida espiritual y del Espíritu, ofrecido por Dios y, a menudo, rechazados por los hombres: “Me han abandonado a mí, la fuente de agua viva, para excavarse cisternas ... que no mantienen el agua» (Jer 2,13).

Jesús emplea también este simbolismo en su conversación con la mujer de Samaria: “Quien beba el agua que yo le daré ya nunca tendrá sed, pues el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en manantial de agua que brote para vida eterna” (Jn 4, especialmente versículo 14).

Símbolo ante todo de vida, en el Antiguo Testamento el agua se convierte en símbolo del Espíritu en el Nuevo Testamento (Ap 21). Aquí Jesucristo se revela como Señor del agua viva con la samaritana (Jn 4, I O). Él es la fuente; “si alguno tiene sed, que venga a mí y que beba” (Jn 7,37-38). Como de la roca de Moisés, el agua surge de su seno y sobre la cruz la lanza hace brotar agua y sangre de su costado abierto. Del Padre se derrama el agua viva, que se comunica por la humanidad de Cristo o también por el don del Espíritu Santo, el cual, según el texto de un himno de Pentecostés, es fons vivus (fuente de agua viva), ignis caritas (fuego de amor), Altissimi donum Dei (don del Altísimo). San Atanasio precisa el sentido de esta doctrina diciendo: “El Padre es la fuente, el Hijo se llama el río, y se dice que nosotros bebemos al Espíritu” (Ad Serapionem, 1,19). El agua reviste pues un sentido de eternidad; el que bebe de este agua viva participa ya en la vida eterna (Jn 4,13-14).

El agua viva, el agua de la vida, se presenta como símbolo cosmogónico. Ella purifica, cura, rejuvenece y por ende introduce en lo eterno. Según Gregorio de Nisa, los pozos conservan un agua estancada. “Pero el pozo del Esposo es pozo de aguas vivas. Tiene la profundidad del pozo y la movilidad del río”.

Según Tertuliano el Espíritu divino escoge el agua entre los diversos elementos; hacia ella van sus preferencias, pues ella aparece desde el origen como una materia perfecta, fecunda y simple, totalmente transparente (De baptismo, 3). Posee por sí misma una virtud purificadora y por esta razón también se considera sagrada. De ahí su uso en las abluciones rituales; por su virtud, borra toda infracción y toda mancha. De allí proviene la importancia dada en el judaísmo a las aguas de pureza. Sólo el agua del bautismo lava de los pecados y no se otorga más que una vez, pues permite acceder a otro estado: el del hombre nuevo. Este rechazo del hombre viejo, o más bien esta muerte en un momento de la historia, es comparable a un diluvio, pues éste simboliza una desaparición, una destrucción: una época se aniquiló, otra surgió.

El agua, que posee una virtud purificadora, ejerce además un poder soteriológico. La inmersión es regeneradora, opera un renacimiento, en el sentido de que es a la vez muerte y vida. El agua borra la historia, pues restablece el ser en un nuevo estado. La inmersión es comparable al entierro de Cristo: él resucita tras este descenso a las entrañas de la tierra. El agua es símbolo de regeneración: el agua bautismal conduce explícitamente a un «nuevo nacimiento» (Jn 3,3-7).

El Pastor de Hermas habla de los que descendieron al agua muertos y volvieron de ella vivos. Es el simbolismo del agua viva, de la fuente de Juventa. Lo que yo tengo en mí, dice Ignacio Teoforo (según Calixto), “es el agua que obra y que habla”. Se recordará que el agua de la Castalia de Delfos daba su inspiración a la Pitia. El agua de la vida es la gracia divina.

Recordemos que el agua está mezclada con la sangre que se escapa del corazón traspasado de Jesús. Los cultos se concentran muy a menudo alrededor de las fuentes. Todo lugar de peregrinaje comporta su punto de agua y su fuente. El agua puede curar en razón de sus virtudes específicas.

En el curso de los siglos la Iglesia se ha levantado muchas veces contra el culto rendido a las aguas; la devoción popular ha considerado siempre el valor sagrado y sacralizante de las aguas. Pero las desviaciones paganas y el retorno de las supersticiones eran siempre amenazantes: lo mágico acecha a lo sagrado para pervertirlo en la imaginación de los hombres.

Si bien las aguas preceden la creación, es bien evidente que siguen estando presentes para la recreación. Al hombre nuevo corresponde la aparición de otro mundo. Guigues el Cartujo ha hablado del encuentro en él de las aguas superiores y de las aguas inferiores.

En ciertos casos -según señalábamos al principio de esta nota- el agua puede actuar como la muerte. Las grandes aguas anuncian en la Biblia las pruebas. El desencadenamiento de las aguas es el símbolo de las grandes calamidades. Dardos de rayos partirán certeros como de arco bien tensado, saltarán de las nubes a su blanco. Piedras de granizo cargadas de furor, serán lanzadas como por catapulta. Las olas del mar contra ellos se desencadenarán, los ríos los anegarán sin misericordia. El soplo de la Omnipotencia se levantará contra ellos y como huracán los aventará (Sab 5,21-23).

El agua puede asolar y engullir, los tomados destruyen las vides en flor. Así el agua puede entrañar una fuerza maldita. En tal caso castiga a los pecadores, pero no puede alcanzar a los justos que no tienen por qué temer las grandes aguas. Las aguas de la muerte no conciernen más que a los pecadores ya que se transforman en agua de vida para los justos.

Como el fuego, el agua puede servir de ordalía. Los objetos lanzados se juzgan, pero el agua no juzga. Símbolo de la dualidad de lo alto y lo bajo: aguas de lluvia, aguas de los mares. La primera es pura, la segunda salada. Símbolo de vida: pura, es creadora y purificadora (Ez 36,25); amarga, produce la maldición (Núm 5,18). Los ríos pueden ser corrientes benéficas, o dar abrigo a monstruos. Las aguas agitadas significan el mal, el desorden. Los malvados se comparan al mar agitado ... (ls 57,20). “Sálvame, oh Dios, pues las aguas han entrado en mi alma, me hundo en el lodo ...” (Sal 69,1-12). Las aguas en calma significan la paz y el orden (Sal 23,2). En el folklore judío, la separación hecha por Dios, en el momento de la creación, de las aguas superiores y las aguas inferiores designa la división de las aguas macho y las aguas hembra, que simbolizan la seguridad y la inseguridad, lo masculino y lo femenino.

Las aguas amargas del océano designan la amargura del corazón. El hombre -dirá Ricardo de San Víctor- debe pasar por las aguas amargas, cuando cobre conciencia de su propia miseria, esta santa amargura se transformará en gozo (De status interioris hominis 1,10, P.L. 196,124).

En un sentido más metafísico, el Fundamento divino del universo océano, cuya esencia divina es el agua. Ella llena toda la creación, las olas y sus criaturas.

En las leyendas referentes a Alejandro, éste parte a la búsqueda de la Fuente de la Vida, acompañado de su cocinero Andras que, un día, lavando un pescado salado en una fuente, lo ve revivir y encuentra a su vez la inmortalidad. Esta fuente está situada en el “país de las Tinieblas” (a relacionar sin duda con el simbolismo de lo inconsciente).

En todas las demás tradiciones del mundo, el agua desempeña igualmente un papel primordial que se articula alrededor de los tres temas ya definidos, pero con una insistencia particular sobre los orígenes. Desde un punto de vista cosmogónico el agua corresponde a dos complejos simbólicos antitéticos, que no hay que confundir: el agua descendente y celeste, la lluvia, es una semilla uránica que viene a fecundar la tierra. En las tradiciones del islam, el agua simboliza también numerosas realidades. El Corán designa el agua bendita que cae del cielo como uno de los signos divinos. Los jardines del Paraíso tienen arroyos de aguas vivas y fuentes (Corán, 2,25; 88,12). El hombre mismo ha sido creado de una fuente (Corán, 86,6). Las obras de los no creyentes las considera como el agua aquel que tiene sed.

Por otra parte el agua primera, el agua que nace de la tierra y del alba blanca, es femenina: la tierra está aquí asociada a la luna como símbolo de fecundidad consumada, tierra preñada, de la que sale el agua para que, iniciada la fecundación, la germinación tenga lugar.

En un caso como en el otro el simbolismo del agua contiene el de la sangre. Pero no se trata tampoco de la misma sangre, pues también la sangre corresponde a un simbolismo doble: la sangre celeste, asociada al sol y al fuego; la sangre menstrual, asociada a la tierra y a la luna. A través de estas dos oposiciones, se discierne la dualidad fundamental luz-tinieblas. Entre los aztecas la sangre humana, necesaria para la regeneración periódica del sol, se llama chalchivatl, agua preciosa, es decir, el jade verde (SOUM). El agua, semilla divina, también de color verde, fecunda la tierra para engendrar los Héroes Gemelos en la cosmogonía de los dogon (GRIE). Estos gemelos vienen al mundo siendo hombres hasta los riñones y serpientes por debajo. Son de color verde (GRIE). Pero el símbolo del agua, fuerza vital fecundante, va más lejos aún en el pensamiento de los dogon y de sus vecinos los bambara. Así pues el agua -o la semilla divina- es también la luz, la palabra, el verbo generador, cuyo principal avatar mítico es la espiral de cobre rojo. Sin embargo agua y palabra no se tornan acto y manifestación, ocasionando la creación del mundo, mas que en forma de palabra húmeda, a la que se opone una mitad gemela, que permanece fuera del ciclo de la vida manifestada, que dogon y bambara llama “agua seca y palabra seca”. Agua seca y palabra seca expresan el pensamiento, es decir, la potencialidad, tanto en el plano humano como en el divino. Toda agua es seca antes de que se forme el huevo cósmico, en cuyo interior nace el principio de humedad, base de la génesis del mundo. Pero el Dios supremo uránico, Amma, cuando crea a su doble, Nommo, Dios del agua húmeda, guía y principio de la vida manifestada, guarda para sí, en los cielos superiores, fuera de los límites que da al universo, la mitad de estas aguas primeras, que siguen siendo las aguas secas. De la misma manera, la palabra no expresada, el pensamiento, se llama “palabra seca”; no tiene más que valor potencial, no puede engendrar. Es en el microcosmos humano la réplica del pensamiento primordial, la primera palabra robada a Amma por el genio Yurugu, antes de la aparición de los hombres actuales. Para D. Zahan (ZAHO) esta palabra primera, palabra indiferenciada, sin conciencia de sí, corresponde a lo inconsciente: es la palabra del sueño, aquella de la cual los humanos no son dueños. El chacal, o el zorro pálido, avatar de Yurugu, habiendo hurtado la primera palabra, posee pues la clave de lo inconsciente, de lo invisible y en consecuencia del porvenir, que no es más que la componente temporal de lo invisible. Por esta razón el sistema adivinatorio más importante de los dogon está basado en la interrogación de este animal. Es interesante señalar que el Yurugu está también asociado al fuego ctónico y a la luna, que son universalmente símbolos de lo inconsciente (PAUC, ZAHO, GANO). A.G.

La división fundamental de todos los fenómenos en dos categorías regidas por los símbolos antagonistas del agua y del fuego, de lo húmedo y lo seco, encuentra una ilustración notable en las prácticas funerarias de los aztecas. Por otra parte los hechos muestran igualmente la analogía de semejante dualidad simbólica con la noción de pareja original Tierra-Cielo: “todos los que morían ahogados o alcanzados por el rayo, los leprosos, los gotosos, los hidrópicos, en suma todos cuantos los dioses del agua y de la lluvia habían por así decir distinguido retirándolos del mundo” eran enterrados. Todos los demás muertos eran incinerados (SOUA, 231).

Estas relaciones entre el agua y el fuego se observan también en los ritos funerarios de los celtas. En el agua lustral que los druidas empleaban para espantar los maleficios, “se apagaba un tizón ardiente sacado del fuego de los sacrificios. Cuando había un muerto en una casa, se ponía en la puerta un gran jarro lleno de agua lustral, traído de alguna casa en la que no hubiera ningún difunto. Todos los que venían a la casa del luto se rociaban con esta agua al salir» (COLO, 226). En todos los textos irlandeses el agua es un elemento sometido a los druidas que tienen el poder de atar y de desatar. Los malos druidas del rey Cormac atan así las aguas del Munster, para con ello someter a las gentes por la sed, y el druida Mog Ruith las desata. El ahogamiento es el castigo aplicado a un poeta culpable de adulterio. Pero el agua es también y sobre todo, por su valor lustral, un símbolo de pureza pasiva. Es un medio y un lugar de revelación para los poetas que la encantan para obtener de ella profecias. Según Estrabón los druidas afirman que al fin del mundo reinarán solos el agua y el fuego (elementos primordiales).

Entre los germanos las primeras aguas que se escurren en primavera por la superficie de los hielos perpetuos son el antepasado de toda vida ya que, vivificadas por el aire del sur se reúnen para formar un cuerpo vivo, el del primer gigante Ymir, de quien proceden los demás gigantes, los hombres y en cierta medida los propios dioses. L.G.

El agua-plasma, femenina, el agua dulce, el agua de lago, el agua estancada, y el agua oceánica, espumosa, fecundante, macho, son cuidadosamente diferenciadas en la teogonía de Hesíodo: «La Tierra ( ... ) dio también a luz, pero sin el deseable amor, a Ponto, el estéril piélago de hinchadas olas; y más tarde, acoplándose con el Cielo (Urano), dio origen a Océano de profundos remolinos (Hesíodo, Teogonía). El agua estéril y el agua fecundante se distinguen según Hesíodo, por la intervención del amor.

El agua estancada, plasma de la tierra del que nace la vida, aparece en numerosos mitos de la creación. Según ciertas tradiciones del Asia central, el agua es la madre del caballo. En la cosmogonía babilónica, al comienzo de todo, cuando no había aún ni cielo, ni tierra, “sólo una materia indiferenciada se extendía desde siempre: las aguas primordiales. De su masa se desprendieron dos principios elementales, Apsu y Tiamat...

Apsu, considerado como una divinidad masculina, representa la masa de agua dulce, sobre la cual flota la tierra ... En cuanto a Tiamat, no es sino el mar, el abismo de agua salada de donde salen todas las criaturas» (SOUN, 119).

Asimismo una cresta de limo emergiendo de las aguas es la imagen más frecuente de la creación en las mitologías egipcias. “Un gran loto salió de las aguas primordiales, tal era la cuna del sol en la primera mañana” (POSO, 67,154).

La valoración femenina, sensual y maternal del agua, ha sido magníficamente cantada por los poetas románticos alemanes. Es el agua del lago, nocturna, lunar y lechosa, donde se despierta la Iibido; “el agua, esta criatura primera, nacida de la fusión aérea, no puede negar su origen voluptuoso y, sobre la tierra, se muestra con una celeste omnipotencia como el elemento del amor y de la unión ... No es en falso que los sabios antiguos buscaron en ella el origen de las cosas ... y todas nuestras sensaciones agradables no son, a la postre, más que diversas maneras de fluir internamente los movimientos de este agua original que está en nosotros. El propio sueño no es sino el flujo de este invisible mar universal, y el despertar el comienzo de su reflujo” (Novalis, NOVO, 77).

Y el poeta concluye: “sólo los poetas deberían ocuparse de los líquidos”. A.G.

De los símbolos antiguos del agua como fuente de fecundación de la tierra y de sus habitantes, podemos volver a los símbolos analíticos del agua como fuente de fecundación del alma: el arroyo, el río, el mar representan el curso de la existencia humana y las fluctuaciones de los deseos y los sentimientos. Como para la tierra, conviene distinguir en la simbólica de la aguas la superficie y las profundidades. La navegación o el errar de los héroes en la superficie significa “que ellos están expuestos a los peligros de la vida, lo que el mito simboliza con los monstruos que surgen de las profundidades. La región submarina se convierte así en símbolo de lo subconsciente. La perversión se encuentra igualmente representada por el agua mezclada con la tierra (deseo terreno), o estancada, que ha perdido su propiedad purificadora: el fango, el lodo, el pantano. El agua helada, el hielo, expresa el estancamiento en su más alto grado, la falta de calor del alma, la ausencia del sentimiento vivificante y creador que es el amor: el agua helada representa el completo estancamiento psíquico, el alma muerta” (DIES, 38-39).

El agua es el símbolo de las energías inconscientes, de las potencias informes del alma, de las motivaciones secretas y desconocidas. Sucede bastante a menudo en los sueños que se esté «sentado al borde del agua pescando. El agua, símbolo del espíritu aún inconsciente, encierra los contenidos del alma que el pescador se esfuerza en traer a la superficie y que deberán alimentarlo. El pez es un animal psíquico ... (AEPR, 151,195).

Gaston Bachelard ha escrito sutiles variaciones sobre las aguas claras, las aguas primaverales, las aguas corrientes, las aguas amorosas, las aguas profundas, durmientes, muertas, compuestas, dulces, violentas, el agua dueña del lenguaje, etc., que son otras tantas facetas de este símbolo espejeante (BACE).

“Espejo menos que escalofrío ... a la vez pausa y caricia, pasaje de un arco líquido en un concierto de espuma” (Paul Claudel).

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